Hoy fue uno de esos días que quedan grabados en el corazón para siempre. Desde que era niño, soñaba con conocer de cerca a un manatí, esas criaturas tan pacíficas y tiernas que parecen salidas de otro mundo. Y hoy, finalmente, ese sueño se hizo realidad… ¡y de qué manera!
Salimos temprano, con el sol ya calentando el aire y el cielo despejado como una promesa de aventuras. Iba con mi novia, emocionados los dos como niños en víspera de Navidad. El agua era tan cristalina que parecía un espejo líquido, y los pájaros volaban alrededor como si nos dieran la bienvenida a su pequeño paraíso.
Cuando llegamos al lugar donde sabíamos que podríamos encontrarlos, no tuvimos que esperar mucho. De repente, ahí estaban: grandes, tranquilos, deslizándose bajo el agua como si flotaran en cámara lenta. Nos lanzamos al agua sin pensarlo dos veces. Al principio, la emoción me tenía el corazón a mil. Pero en cuanto vi de cerca a esos seres enormes y gentiles, una paz increíble me invadió. Nadábamos despacito para no asustarlos, y ellos, curiosos, se acercaban a nosotros. Uno incluso dejó que lo acariciáramos suavemente. No sé cómo explicarlo, pero en ese momento todo el mundo desapareció. Éramos solo nosotros, el agua tibia y los manatíes.
Entre risas y chapoteos, nos divertimos como nunca. Cada movimiento bajo el agua era una danza silenciosa entre nosotros y ellos. Era imposible no sonreír con el corazón.
Claro que no todo fue tan elegante… A la hora de volver a la lancha, me pasó una de esas cosas que uno no olvida (y que la novia se encargará de recordarte en cada reunión familiar por años). Estaba subiendo cuando resbalé de la forma más torpe posible y me golpeé el hombro derecho, justo el mismo que tengo medio maltrecho desde que, siendo niño en la escuela de Girona, me rompí la clavícula. La caída fue digna de un sketch de comedia. El sonido del “¡pum!” seguido de mi cara de sorpresa hizo que hasta los pájaros parecieran reírse. Afortunadamente, solo fue un golpe y muchas, muchas carcajadas.
Hoy no solo nadé con manatíes; hoy también recordé lo importante que es reírse de uno mismo, disfrutar de los pequeños accidentes de la vida y agradecer esos momentos mágicos que nos recuerdan que el mundo está lleno de maravillas.
Fue, sin duda, uno de los mejores días de mi vida.